12 junio 2019 | Peter Harris | 0 comentarios

La obra de sus dedos

Es fácil volverse más y más técnico sobre el trabajo, un año sí y otro también, de conservación de la naturaleza. Los retos son inmensos, los problemas son complejos y puede resultar muy difícil medir el impacto de lo que estamos haciendo sobre los prolongados marcos temporales ecológicos que se necesitan para llevar a cabo una labor que valga la pena. Incluso la necesidad de tener en cuenta tantas variables impredecibles puede crear la tentación de buscar al menos una o dos certezas entre las cantidades de datos, en rápido aumento, que genera cada proyecto.

Tomemos un ejemplo de enunciado sencillo: ¿cómo podemos proteger lo que queda de una zona vital de bosque costero keniano que alberga especies extraordinariamente raras y hermosas de aves? Una vez has comenzado a trabajar seriamente en el problema, como han visto nuestros colegas kenianos a lo largo de los años, pronto llegas a la conclusión de que la respuesta implica responder a muchas preguntas más. ¿Quién, entre todas las personas y organizaciones actuantes, desde las locales a las multinacionales, es responsable de la destrucción actual? ¿Quién se beneficia de su protección, y quién piensa que saldrá perdiendo? ¿De qué se componen realmente las comunidades forestales actuales, tanto humanas como de otros tipos, y qué hace que todas ellas prosperen? ¿Y cuál será el impacto del cambio climático en las nuevas tareas que están planificadas para abordar algunas de las amenazas que supone lo anteriormente expuesto?

Por ello es bueno que de vez en cuando se nos recuerde, en un registro totalmente distinto, qué es lo que estamos tratando: la creación de Dios. Llegué a la conservación con un pasado artístico y mis años de educación formal estuvieron dedicados a la literatura y la teología (sí, ‘formal’ es una palabra extraña para definir los arbitrarios planes británicos de estudios de las décadas de 1960 y 1970). De manera que, aunque he aprendido por qué y cómo se recopilan los datos, por qué los marcos lógicos y las evaluaciones de impacto son herramientas útiles, y por qué necesitamos estar seguros de que nuestros proyectos de conservación están bien diseñados, la belleza de los paisajes y de las especies, la escritura elocuente y la música lírica son mi verdadero país de origen cuando se trata de aprender, y no la ciencia. Los amigos que no consideran que el lenguaje científico sea su lengua nativa me dicen que tienen que escuchar atentamente los ‘por qué’ y los ‘qué’ y que estos otros ‘idiomas de belleza’ les sirven para mantenerles motivados en las tareas familiares y técnicas que componen su trabajo diario. Por tanto, considero un regalo para mi alma conservacionista los momentos en que el estudio cuidadoso de un texto antiguo puede arrojar de pronto luz sobre el por qué lo que hacemos es verdaderamente importante.

El otro día se produjo uno de esos momentos, mientras traducía el Salmo 8. Intentaba profundizar en algunas frases en inglés que me sonaban desgastadas después de aquellos años de educación. El poema comienza ‘Oh Señor, nuestro Señor, qué excelencia la de Tu nombre en toda la tierra’. Hasta aquí, al menos para mí, muy conocido. Pero ¡entonces apareció una palabra extraña cuando llegué al versículo 3, que me dice que los cielos, la luna y las estrellas son obra de los dedos de Dios! Normalmente encuentro las palabras ‘brazo’ o ‘mano’ cuando leo en textos del Antiguo Testamento que Dios hace alguna cosa. Esta idea inesperada de ‘la mano de Dios’, que solo he encontrado en otras ocasiones como referencias a la escritura por parte de Dios de los mandamientos en tablas de piedra en el Sinaí, aquí me habla de su precisión, su cuidado, su relación con todo lo que ha creado, de su toque.

Aportamos nuestros romos instrumentos técnicos, y nuestro áspero y aproximativo lenguaje, a esta llamada diaria a la conservación que constatamos en tantos lugares, frecuentemente en el contexto de unas dificultades aparentemente insuperables. Pero quizá pueda motivarnos la lectura de hermosa poesía hebrea a través de los ecos de tres mil años sobre cuánto le importa a Dios todo aquello que intentamos cuidar. Quizá también podamos hallar profundo consuelo en las temporadas de lamento que pueden provocar lugares como los fragmentados bosques kenianos.

Créditos de las imágenes, de izquierda a derecha: Primer plano de corales en las Seychelles, de Olivier Roux; ‘Hola – es la temporada de los tritones’ en California, de Ken-ichi Ueda; Bahía Church, Rhydwyn, Wales de Kev Lewis; Charrán blanco en el atolón Midway, de James Watt/Oficina NOAA de Santuarios Marítimos Nacionales. Este collage cuenta con licencia referencia CC BY-NC-SA 4.0.

Traducción: Marisa Raich

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Categorías: Reflexiones
Sobre Peter Harris

Peter y Miranda se mudaron a Portugal en 1983 para fundar y poner en funcionamiento el primer centro de estudios de campo de A Rocha. Con sus cuatro hijos, vivieron en el centro durante doce años hasta que en 1995 el trabajo fue transferido a un liderazgo nacional. Entonces se mudaron para fundar el primer centro de A Rocha en Francia cerca de Arles, y vivieron allí hasta 2010 proporcionando coordinación y aportando liderazgo al movimiento global en rápido crecimiento. Ahora han regresado al Reino Unido, desde donde trabajan para apoyar a la familia A Rocha en todo el mundo al tiempo que se mantienen cerca de la suya propia, especialmente de sus nietos. Su historia se relata en Under the Bright Wings (“Bajo las alas brillantes”, 1993) y Kingfisher’s Fire (“El fuego del martín pescador”, 2008).

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