¡Un caballo! ¡Un caballo! El reino de Dios por un caballo?
Empezó como un pánico peculiarmente británico sobre la carne de caballo que contaminaba otros productos cárnicos, y apareció la oportunidad de hacer malos juegos de palabras también muy británicos. ¿Qué otro país se preocuparía tanto por si había “Mi pequeño Pony” en su lasaña o “Black Beauty” en sus hamburguesas?
Sin embargo, el #horsegate se ha convertido en un escándalo paneuropeo que incluye a productores, proveedores y fabricantes y que ha revelado la complejidad de nuestro sistema alimentario globalizado. No se trata sólo de carne de caballo ni de una única conspiración criminal, se trata de toda la manera en que se producen los alimentos. La mayoría de los ciudadanos urbanizados de las naciones industrializadas no tienen la menor idea de dónde proceden sus alimentos. Es una negación colectiva, porque si lo supiéramos realmente tendríamos que hacer algo al respecto.
Por lo tanto, ¿deben preocuparse los cristianos por lo que comen? Cuando Jesús dijo ‘Lo que entra en la boca de una persona no la contamina’, ¿se refería a que no hay aspectos morales sobre la comida? De ninguna manera, Jesús estaba contrastando las reglas dietéticas del Antiguo Testamento con la importancia de actuar y hablar acertadamente. Producir y comer alimentos es esencial para la manera en que Dios nos creó. Lo que comemos y cómo comemos dice mucho sobre nuestros valores y relaciones más profundos con nuestros vecinos en un mundo en el que millones de personas pasan hambre, con criaturas semejantes que a menudo son víctimas de nuestra ansia de alimentos baratos y convenientes, y con Dios.
Pero en ningún aspecto he luchado más que en el de hacer que los cristianos adquieran conciencia. Muchos piensan atentamente en la ética de la pobreza, de las relaciones sexuales, incluso del cambio climático, pero la producción y el consumo de alimentos –a pesar de ser quizás el acto más sagrado que realizamos diariamente– siempre se pasa por alto. Nos bastaría escuchar a Wendell Berry: ‘Para vivir debemos romper diariamente el cuerpo y verter la sangre de la creación. Cuando lo hacemos a sabiendas, con amor, con destreza, con reverencia, se convierte en un sacramento. Cuando lo hacemos con ignorancia, con avaricia, con torpeza y de forma destructiva, es una irreverencia. En tal irreverencia nos condenamos a la soledad espiritual y moral, y que otros la deseen’. [1]
Me he tomado la libertad de adaptar algunos principios alimentarios que sugiere Wendell Berry. [2] Díganme qué les parecen y cómo los ponen en práctica:
- Cultive usted mismo lo que pueda. “Planten huertos y coman de su fruto.” (Jeremías 29:5, NVI)
- Prepare comidas con ingredientes básicos. Considere un acto de adoración el tiempo que dedique a prepararlas.
- Compre alimentos locales y, si no puede, entérese de dónde proceden. Las relaciones son más importantes que la comodidad.
- Trate directamente con los productores. Aprenderá más, comerá de manera más saludable y evitará los intermediarios.
- Aprenda acerca de la economía y la tecnología de la producción industrial de alimentos. Nunca volverá a comer del mismo modo. ¿Por qué no ver la película Food Inc, nominada al Oscar?
- Aprenda acerca de la vida de las especies comestibles que ingiere, si es posible mediante la observación directa. Es más difícil abusar o degradar lo que conocemos y nos importa.
Quizá el reino de Dios no sea una “cuestión de comer y beber” en términos de pureza ritual, pero sin duda es una cuestión de “rectitud, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Romanos 14:17, NVI). La rectitud exige el buen trato de los animales, la justicia para los campesinos y productores y el respeto por los consumidores. La paz y el gozo en el Espíritu Santo incluyen ser consciente de los planes pacíficos de Dios –shalom– para toda la creación, y la alegría de comer y compartir buenos alimentos con la conciencia limpia.
[1] Berry, Wendell (1981). The Gift of Good Land – Further Essays Cultural & Agricultural. Berkeley, CA: Counterpoint, p. 281
[2] Berry, Wendell (1990). What are People For? New York: North Point, pp. 145–152
Traducción: María Eugenia Barrientos / Marisa Raich
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