Tiempo de recuerdos… y de restauración
El 11 de noviembre es el Día del Recuerdo en muchos lugares del mundo (Día del Veterano de Guerra en los EE.UU.), cuando se recuerdan los horrores y sacrificios de las dos Guerras Mundiales y otros conflictos. Recientemente visité las tumbas de guerra de la Commonwealth Tyne Cot y Menin Gate, en Ypres, donde están enterrados o aparecen los nombres de decenas de miles de soldados, la mayoría en tumbas sin nombre «que sólo Dios conoce.» Nos explicaron cómo cada año, un siglo después de que tuvieran lugar las batallas que marcaron estas tierras, los agricultores locales siguen encontrando restos humanos y toneladas de munición.
A pesar de la belleza, ordenada y cuidada con amor, del cementerio en un soleado día de otoño, y de la perfecta reconstrucción hecha ladrillo a ladrillo de la Ypres de antes de la guerra, tuve la sensación de que la atmósfera estaba cargada de una desoladora pesadumbre. Parecía algo más que un recuerdo colectivo. Las hileras de lápidas blancas, los monitores de las excursiones escolares, el hecho de que la economía local dependa del turismo bélico («¡Compre aquí sus chocolatinas belgas de recuerdo!»; «Tours por las trincheras»), todo influía, pero era algo más profundo. Como sugiere la novela Birdsong (Canto de ave), de Sebastian Faulk, la propia naturaleza parece reaccionar ante los horrores de la sangre derramada y la guerra.
A los cristianos bíblicos esto no debería sorprenderles. Después de que Caín asesinara a Abel, la voz de la sangre de su hermano llama a Dios desde el suelo, y la tierra se hace menos fecunda (Génesis 4:10–12). Job concluye su discurso final a Dios diciendo:
«Si mi tierra clama contra mí
Y lloran todos sus surcos,
Si devoré su cosecha sin pagar
O afligí el alma de sus dueños,
En lugar de trigo me nazcan abrojos
Y espinas en lugar de cebada». (Job 31:38–40)
Job reconoce el pacto que enlaza a las personas, a Dios y a la tierra. El suelo, junto con las plantas y las criaturas que viven en él, no es una entidad inanimada sino una parte intrínseca de la comunidad de la creación. Desde la Ilustración, con su cientificismo y su racionalismo, nos vemos como independientes de la naturaleza; como sujetos que tratan con objetos. Ello nos ha permitido analizar, dominar y explotar… pero, ¿a qué precio? Necesitamos recuperar aquello que Aldo Leopold denominó ‘ética de la tierra’. Es lo que las culturas más tradicionales han sabido desde siempre –y que los estudios ecológicos revelan–: que todo está conectado a un nivel muy profundo. Es lo que Oseas articuló al escribir que «cuando el derramamiento de sangre sigue al derramamiento de sangre» la tierra «lleva luto» o «se seca», y las bestias, aves y peces también sufren (Oseas 4:1–3).
Así pues, parecería que los lugares tienen recuerdos y pueden transmitir la historia de lo que ocurrió en ellos. El derramamiento de sangre inocente deja una maldición en el suelo. Las ciudades pueden tener un carácter particular en relación con su historia militar, política y religiosa (Apocalipsis 2–3). Los lugares en los que se ha rezado durante siglos, ya sean iglesias o islas, pueden tener una atmósfera de paz y de presencia de Dios: “lugares santos” en los que el velo sutil que encubre la presencia de Dios es imperceptible.
Sin embargo, no es un simple caso de lugares “buenos” o “malos”. No debemos ser fatalistas acerca de ello. Las maldiciones se pueden romper. Las historias heridas se pueden sanar. (Este tema lo trata con detalle Russ Parker en su libro Healing Wounded History: Reconciling Peoples and Healing Places (La curación de la historia herida: reconciliación de personas y curación de lugares). Londres, 2001: Darton, Longman and Todd.) La Biblia habla de la curación de la tierra cuando las personas se arrepientan y vuelvan a Dios (2 Crónicas 7:14). En esta estación de Recuerdo, mientras vuelven a la memoria antiguas batallas y mientras se derrama sangre fresca sobre la tierra de Siria, Irak y tantos otros sitios, recuerdo el trabajo de A Rocha a lo largo de muchos años en el valle de la Bekaa, uno de los lugares del mundo más desgarrados por la guerra, restaurando un oasis para la vida silvestre y un lugar de encuentro para gentes diversas, y ello me recuerda la promesa de Dios en un tiempo de guerra e injusticia:
«Porque las fortalezas serán abandonadas, la ruidosa ciudad quedará desierta,
La ciudadela y la torre de vigilancia se convertirán en páramos para siempre,
La delicia de los asnos, un prado para que pasten los rebaños,
Hasta que sobre nosotros sea derramado el Espíritu desde lo alto,
Y el desierto se convierta en campo fértil, y el campo fértil parezca un bosque.
La justicia del Señor reinará en el desierto, su rectitud vivirá en la tierra fértil.
El fruto de esa rectitud será la paz; su efecto será el sosiego y la confianza eternos.
Mi pueblo habitará en moradas de paz, en hogares seguros, en tranquilos lugares de reposo.
Aunque el granizo aplaste el bosque y la ciudad quede completamente arrasada,
Qué bienaventurados seréis, sembrando vuestras semillas junto a todas las aguas,
Y dejando pastar libremente a vuestro ganado y vuestros asnos». (Isaías 32:14–20)
Personas: las recordaremos.
Lugares: podemos colaborar con Dios para restaurarlos.
Traducción: Marisa Raich
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