Postales desde Oriente Medio, por Chris Naylor: 3. Misión imposible
1996–98 Valle de la Bekaa, Líbano
Mi vida estaba colmada. Además de impartir clases y trabajar de capellán en el colegio y de la vida de una familia joven, en el pueblo había surgido todo un abanico de oportunidades. Los domingos por la mañana había puertas abiertas y catequesis. Durante la semana teníamos un casi constante desfile de visitas a la casa, tanto de niños como de adultos. Mientras que en Inglaterra una conversación educada evita tocar temas personales, en un pueblo libanés ocurre lo contrario. Para ser educado debes demostrar que te preocupas por tus vecinos, y si te preocupas por ellos debes preguntarles sobre las cosas que son importantes para ellos.
Esto incluye esos temas que son casi tabú en un contexto inglés; la religión, por ejemplo. Parece que en un momento dado se decidió que en el Reino Unido la religión es algo personal, y que por lo tanto no debe incluirse en una conversación. La religión no solo es personal, sino también un tema serio, o peor incluso: un tema sobre el que la gente tiene firmes opiniones. Como señala Kate Fox en su maravilloso libro Watching the English, una de nuestras reglas más absolutas es “la Importancia de No Ser Sincero”. [1] Esto no se aplica a nuestros vecinos libaneses. La religión era claramente importante para nosotros: tenía que serlo ya que trabajábamos para la iglesia, así que nos preguntaban sobre nuestra fe. Mucho.
Por eso no me sorprendí cuando Abu Charbel, uno de los ancianos de la iglesia local, me preguntó: “¿Qué es todo eso de observar aves? ¿No deberías dedicarte a enseñar la Biblia, y no a observar aves?”.
Poco sorprendido, pues a esas alturas ya habíamos aceptado casi por completo el hecho de que nuestros vecinos sabían prácticamente todo lo que hacíamos, le respondí “Ya me dedico a enseñar la Biblia. Esta mañana en la escuela dominical había 40 niños.”
“Me alegra saberlo, pero eres un religioso. Si tienes tiempo para observar aves, es que tienes demasiado tiempo. Tras tu trabajo en el colegio y el tiempo con la familia, todo el tiempo que te quede libre deberías dedicarlo al trabajo de la iglesia, enseñando la Biblia.”
El término Rajul id deen (hombre de religión) figuraba en mi pasaporte: nuestra residencia en el país se fundaba en mi trabajo con la iglesia y la escuela. A los ojos de Abu Charbel ése era mi rasgo identificativo y el que debería dictar a qué debía dedicar mi tiempo.
A modo de respuesta rápida cité el mandato de Jesús en el Evangelio de Mateo: “Miren las aves del cielo”. [2]
Aun así, la conversación me dio que pensar. Abu Charbel había tocado un tema sensible. Habíamos venido a Oriente Medio para trabajar para la Iglesia. Fuimos al Instituto de Teología, aprendimos árabe y conseguimos apoyo económico para vivir nuestra fe en las comunidades de la Bekaa occidental. Habíamos sacrificados la sencilla realidad de las escuelas inglesas donde trabajar y educar a nuestros hijos, una excelente sanidad pública gratuita y a una larga vida en familia por una vida más dura con electricidad esporádica, agua intermitente y bombardeos militares allá abajo en el valle. ¿Habíamos hecho todo eso para que yo pudiera observar aves?
La respuesta a mis preguntas y una redefinición de mi concepto de lo que significaba trabajar para la iglesia llegaron en dos partes. La primera parte llegó cuando llevé a mi clase de noveno curso a una excursión al humedal. En clase estudiábamos ecología y aprendíamos cómo los ecosistemas naturales satisfacen las necesidades humanas: agua limpia, tierra fértil, peces y animales de caza, combustible y medicamentos naturales. Me pareció correcto llevarles a lo más parecido a un sistema natural que quedaba en el valle, por lo que en uno de los últimos días del trimestre estival me encontraba de camino a Aammiq en un caluroso autocar con cuarenta adolescentes efervescentes. Todavía estábamos en Zahle, a menos de media milla del colegio, cuando aparecieron los tambores Derbakeh. Ninguna excursión de un colegio libanés está completa sin el vibrante ritmo de estos tambores, acogidos por las palmadas de los alumnos e incitando a uno o dos bailarines a salir al pasillo del autocar. Pronto aparecieron pastelillos azucarados, dulces, chocolate y refrescos de cola al tiempo que cuarenta fiambreras eran saqueadas. Para cuando llegamos al humedal, el grupo estaba que echaba chispas.
Acompañado de otros profesores, agrupé a los alumnos al costado del autocar para darles una seria charla sobre cómo respetar la naturaleza y la tranquilidad del humedal. Éramos los invitados de los dueños del humedal, quienes generosamente nos habían dado permiso para la excursión; se podría decir incluso que éramos invitados del humedal mismo. Los alumnos debían caminar cuidadosamente en fila india por el estrecho sendero hasta la hilera de árboles que rodeaba el estanque natural, cargando con el equipo que necesitaríamos durante el día –portapapeles, redes, recipientes de plástico–.
El orden impuesto duró hasta que descubrieron el primer insecto. Los alumnos a la cabeza de la fila irrumpieron en una zona despejada con hierba alta molestando a un grupo de “cabezas cónicas”, criaturas parecidas a saltamontes con cabezas alargadas. Con sus amplias alas de gasa, se alejaron solo unas yardas y volvieron a posarse en la hierba y sobre los niños.
Inmediatamente surgieron gritos exclamando: “¡Mátalo!”, “¡Lo tengo encima!”, “¡Aghhhh!”, haciendo eco en todo el humedal. La línea ordenada explotó. Cada uno a su propio ritmo, los alumnos finalmente llegaron al punto de reunión bajo los árboles y tras unos minutos de quejas, consuelo y comprobaciones de que no quedaban insectos en el pelo o la ropa, el grupo quedó en silencio.
Mientras se imponía de nuevo el orden, una sombra plateada sobrevoló el grupo. Todas las cabezas miraron hacia arriba y quedaron hipnotizadas, observando al águila culebrera suspendida en el aire, con su inmóvil cabeza color canela y su pálido cuerpo y alas en constante movimiento. Estaba cazando serpientes. Decidí no informar de ello a mi nerviosa clase, y simplemente dejé que la magia del encuentro hiciera su trabajo. Se había establecido una conexión. Este grupo de jóvenes urbanos alimentados con comida procesada estaba conectando con algunas de las realidades más profundas del universo mientras, con majestuosidad y abrumadora belleza, un verdadero cazador salvaje compartía su espacio con ellos durante un instante.
Aprovechando la tranquilidad que había aportado la aparición del águila, dividimos a los alumnos en tres grupos. El Sr. Bsous se llevó a un grupo a escalar la cercana ladera de Qalaat Mudiiq para buscar tortugas, lagartos y gecos. Faisal, quien nos acompañaba esa tarde, se llevó al segundo grupo a observar aves en las pozas en retroceso, más allá del cañaveral. Yo agrupé a mi docena de alumnos para explorar las profundidades de la poza más honda y descubrir qué maravillas vivían bajo el agua, usando nuestras redes improvisadas hechas con medias femeninas y perchas dobladas.
La clase que se reagrupó bajo la sombra de un fresno unas horas más tarde era otra. Rebosaban de información sobre las criaturas que habían visto; la iridiscencia de los abejorros sanjuaneros, el vuelo beodo de la rara mariposa de cola de golondrina y la pura diversión de atrapar renacuajos y ranas en miniatura a punto de comenzar su vida en tierra. Usando sus propias observaciones, fijar los objetivos de aprendizaje de la clase fue como dirigir una orquesta; el humedal proporcionaba inestimables servicios a las comunidades humanas de la Bekaa, contenía especies raras y hermosas y necesitaba protección.
No paramos ahí; las preguntas del grupo continuaron todo el camino hasta el autocar. ¿Por qué era tan especial el humedal? ¿Qué había ocurrido con el resto de la vida silvestre del valle? ¿Por qué había tantos tipos de insectos? ¿Por qué se había molestado Dios es crear tantos tipos de escarabajos, y por qué eran tan hermosos? ¿Por qué el águila tenía que cazar, por qué tenía que matar para vivir?
Tratamos algunas preguntas en clases de biología y otras en catequesis, pero lo que aprendí de esta experiencia fue que el humedal, los rincones salvajes del Líbano, tenían el poder de enseñar; ciencia, sí, pero también temas mucho más profundos. No hubiera debido sorprenderme. Los Salmos están llenos de creación hecha por Dios, y el Libro de Job, capítulos 38 al 41, muestra a Job aprendiendo lecciones sobre el “misterio del universo” mediante la observación de la naturaleza y algunas de sus criaturas más extraordinarias. Pero en la vida contemporánea, tales encuentros son escasos.
Este en el tercero de seis extractos del libro Postales desde Oriente Medio, de Chris Naylor. Editado por Lion Hudson en marzo de 2015, se puede adquirir desde su página en el sitio web de Lion Hudson
[1] Kate Fox, Watching the English. Londres: Hodder & Stoughton, 2014, p. 62.
[2] Mateo 6:26, versión Reina Valera Contemporánea.
Traducción por Clara del Campo / Marisa Raich
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