Los cinco compromisos básicos de A Rocha vividos por John Stott – 3: Multiculturalidad
John era casi la persona más inglesa que he conocido, ¡quizá exceptuando a mi suegro! Pero bajo la conducta reservada, incluso conservadora, de este amable caballero acechaba una profunda (y a menudo subversiva) agilidad cultural. Los tributos más fervientes en su funeral, celebrado en enero del 2012, provinieron de África, de América del Sur y de los líderes asiáticos que no sólo le admiraban, sino que sentían un profundo amor por su persona y habían descubierto en él que los seres humanos de todas partes anhelan respeto y cálida aceptación.
Sus biógrafos frecuentemente se refieren a personas a las que John conoció durante sus extensos viajes por el mundo como amigos; no como colegas clérigos o académicos o teólogos o miembros de congregaciones. Su humildad y su genuino interés por las personas, junto con un considerable sentido del humor, le permitieron hacer amigos a través de todas las fronteras religiosas y culturales. En sus afectos y plegarias hallaron su lugar personas de todos los orígenes y de todas las condiciones sociales. Su indiferencia por el status social, la riqueza o la influencia queda abundantemente ilustrada en las historias de sus viajes; tanto con prominentes miembros del Vaticano como con pastores rumanos perseguidos, estudiantes de las dos terceras partes del mundo o con niños pequeños las familias de los cuales le ofrecían hospitalidad, John sabía cómo establecer las conexiones que conducen a la amistad. Estaba tan cómodo con la tripulación del barco maltrecho que le llevó por el Danubio en busca de la barnacla cuellirroja (Branta ruficollis) como con los jefes de Estado o los dignatarios de la iglesia.
La palabra multicultural evoca diversas lenguas, formas de pensar y de comportarse, de comer y vestir, de criar a los hijos y así sucesivamente. Algunos de los mayores desafíos, sin embargo, se encuentran en las culturas religiosas, en particular las que existen dentro de sus propias confesiones. El incansable trabajo de John por la unidad en la iglesia y la evangelización en todo el mundo le llevó a una vida de compromiso también con estas culturas, siempre en busca de un terreno común y un mejor entendimiento mutuo. Sin embargo, era inflexible en su insistencia en la autoridad de las Escrituras, por lo que todas las expresiones culturales fueron sometidas a un intenso escrutinio a través de la lente bíblica. ‘¡No debemos usar la Biblia como un borracho utiliza un poste de luz’ observó una vez, ‘es decir, usarla como apoyo en lugar de usarla como iluminación!’. Sin embargo, eran bien conocidas sus extraordinarias habilidades para facilitar la comunicación entre las personas que tienen puntos de vista aparentemente irreconciliables. William Temple algunas veces llamó a esta habilidad ‘truco barato’, nunca utilizado con mayor ventaja que en las reuniones ecuménicas donde las diferencias de idioma, nacionalidad y tradición eclesiástica hacían casi imposible llegar a conclusiones que hicieran justicia a las convicciones de todos.
Una influencia importante en el pensamiento de John fue la reunión inicial del Congreso Internacional de Evangelización Mundial, que más tarde se convirtió en el Movimiento de Lausana. Cerca de 4000 personas de unos 150 países se reunieron en Suiza en julio de 1974 y alrededor de la mitad de los ponentes y participantes, así como el comité de planificación, procedían del hemisferio sur. Aquí su propia tradición de énfasis en la salvación personal se encontró con la pasión latinoamericana por la justicia social. Su vida y su ministerio se vieron afectados en forma permanente por sus puntos de vista, que desafiaban sus propios puntos de referencia cultural en ese momento. A John le habría deleitado la diversidad multicultural de este encuentro, y sin duda ganó un sinnúmero de nuevos amigos. Sin embargo, había un punto de conflicto cultural. Algún tiempo después, tal vez un poco irónicamente, dijo a un grupo de estudiantes: “El Congreso se echó a perder para mí por una sola cosa, y fue el canto interminable de la palabra aleluya. ¿Conocen esa tonadilla cuando se canta aleluya unas veinte veces en esa voz grave y masculina de típica balada norteamericana con gran orquesta de fondo?’ Hábil como era en casi todos los ajustes multiculturales, nunca logró hacer la paz con los omnipresentes coros originarios de los EE.UU. pero adoptados por iglesias de todo el mundo.
En cambio, unas semanas antes en Hong Kong un grupo de africanos de una misión de mantenimiento de la paz contribuyó con una canción en la adoración. Comenzó con bastante tranquilidad, y todos nos balanceamos ligeramente y sonreímos complacidos. El grupo comenzó a aplaudir rítmicamente, y de repente uno de los hombres rompió la fila y se lanzó a una danza exuberante y espontánea. Los aplausos se intensificaron mientras un trémulo canto a la tirolesa comenzó a llenar el santuario, y entonces toda la ofrenda dio paso a un crescendo de tambores hasta que las voces se desvanecieron. Era imposible no sentirse arrastrado por aquella atmósfera. Probablemente John no cantara tirolés, ¡pero incluso él se permitiría un discreto y fugaz taconeo!
La pasión de John por la vida, su curiosidad de mente abierta y su genuino amor por el asombroso mundo de Dios y por todos sus habitantes, además de aquella legendaria energía, le prepararon no sólo para sobrevivir a todas las culturas en las que se encontraba, sino para deleitarse en ellas. Sin dejarse impresionar por la opulencia ni intimidar por la pobreza, podía ‘hacer su cama’ en cualquier lugar –incluidas laderas pedregosas– si llegaba el momento de su famosa MHH (media hora horizontal), simplemente excavando un pequeño hueco para su cadera. Podía hacerse eco de las palabras del apóstol Pablo: “Sé lo que es vivir en la pobreza, y lo que es vivir en la abundancia. He aprendido a vivir en todas y cada una de las circunstancias, tanto a quedar saciado como a pasar hambre, a tener de sobra como a sufrir escasez.” (Filipenses 4:12)
Pero tal vez deba dejar la última palabra al propio John:
“He conocido a compañeros cristianos en los seis continentes. He adorado con ellos en algunas de las grandes catedrales medievales de Europa, en chozas provisionales de hojalata en pueblos de América Latina, con los esquimales en el Ártico canadiense y bajo los árboles en el calor tropical de África y de Asia. He sido recibido amorosamente por los hermanos y hermanas en Cristo, siempre con una sonrisa y con frecuencia también con un abrazo o un beso, aunque nunca nos hubiésemos visto antes e incluso cuando nuestras respectivas lenguas eran mutuamente incomprensibles. El hecho es que la iglesia cristiana es la mayor familia de la tierra y la única comunidad multirracial, multinacional y multicultural que existe.”
(Del manual revisado para los candidatos a la confirmación, publicado por primera vez en 1958.)
Traducción: María Eugenia Barrientos / Marisa Raich
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