Tres semanas del verano pasado
El verano pasado los acontecimientos conspiraron para brindarme tres experiencias completamente diferentes, repartidas en semanas consecutivas, que en conjunto me hicieron reflexionar profundamente sobre los valores contemporáneos y la cultura. La primera semana la pasé en un festival cristiano [1], parte de la segunda con mi familia en Disneyland París, y la tercera como ponente invitado en la Comunidad Taizé, en Francia. La pregunta que me hice fue: «¿Cuál es la espiritualidad de esta reunión?» En otras palabras, ¿cuáles son sus «dioses», sus valores subyacentes no escritos y las suposiciones sobre lo realmente importante?
Como era de esperar, los de Disneyland París fueron realmente diáfanos, sin dobleces ni ocultamientos. Los valores de Disney son transparentes. Fantasía, escapismo, vivir un sueño… Puedes ser lo que quieras ser… siempre y cuando tus bolsillos estén lo suficientemente llenos. El parque estaba lleno de pequeños superhéroes y princesas, la mayor parte de ellos exhaustos, muchos de ellos con exceso de peso, algunos enfrentándose sin duda a unas vidas de pobreza o discapacidad, pero al menos en su imaginación podían vivir el sueño. Disney es un mundo herméticamente cerrado, con vallas y guardias de seguridad que lo separan de la Francia que aparecía en las noticias este verano: los inmigrantes y refugiados que buscan seguridad y asilo en Europa. Disney es multicultural porque en las colas de gente se mezclan los velos islámicos y los turbantes con las minifaldas y los tatuajes, pero es una cultura homogeneizada y global de comida a precios excesivos, marketing implacable, ostentación flagrante, todo ello alimentando el deseo insaciable de tener más… más artículos desechables, más calorías, más fantasía… de todo menos realidad. También es muy divertido para quien gusta de las atracciones que disparan el nivel de adrenalina… pero su espiritualidad esencial es profundamente preocupante… Uno es lo que compra, la fantasía es mejor que la realidad, es preciso alimentar sin cesar los deseos. Esa es la razón de que durante mi vida hayamos pasado de «las necesidades vitales básicas» [2] a llegar «hasta el infinito y más allá» al tiempo que agotábamos los recursos del planeta. Por supuesto, Disneyland es un blanco fácil. La parodia de «Dismaland», el parque temático de Banksy, puso en evidencia sus valores y los debilitó eficazmente, pero no proporcionó ninguna alternativa positiva.
Y ¿qué pasó durante las otras dos semanas, el festival cristiano y la comunidad de Taizé? No es de extrañar que ambas incluyeran a Dios en la ecuación. En las dos sentí una enorme ansia de Dios, pero los embalajes eran muy distintos. En el festival el culto era ruidoso, contemporáneo, una mezcla de británico con estadounidense, y repetitivo. En Taizé era tranquilo, sin limitación de tiempo, multilingüe y también repetitivo. Aunque la mayoría de quienes asistimos al festival nos alojábamos en tiendas de campaña o caravanas, y por lo tanto vivíamos de una forma relativamente sencilla, existía la sensación de que el amor a Dios y el ansia por las ofertas del materialismo eran buenos compañeros de cama. El mercado estaba lleno de cristianos tatuados que llevaban camisetas muy ajustadas con la inscripción «¿Verdad que mi fe parece grande cuando llevo esta prenda?» y paquetes de caramelos con la etiqueta «Jesús, el nombre más dulce que conozco» (cada caramelo envuelto individualmente en ese texto). Al llegar a la mitad del día, muchas personas se dirigieron al centro comercial más cercano para realizar una terapia de compras.
Taizé me supuso un desafío mayor, en parte sin duda porque era nuevo para mí, pero también por su desafío sin concesiones al materialismo y a la religión consumista. Aquí vive un puñado de personas que ha hecho voto de pobreza y celibato, y aún así atrae cada año a 100 000 jóvenes de toda Europa gracias a la profundidad de lo que representan. Rezan, hacen alfarería, pero también están profundamente comprometidos con el dolor del mundo. Han enviado equipos y ayuda a Corea del Norte, están presentes desde hace tiempo en Bangladesh, y mientras yo estuve allí daban asilo a jóvenes sirios y ucranianos. Cuando la popularidad de Taizé llevó a la creación de tenderetes de comida carísima y baratijas religiosas, ellos los pusieron en evidencia fácilmente con una tienda de comercio justo dirigida por voluntarios. Cuando algunos empresarios planearon construir un hotel de lujo para quienes deseaban un Taizé «light» (la espiritualidad sin la vida sencilla), los hermanos amenazaron con trasladar toda la comunidad si el proyecto seguía adelante. Entre mis colegas oradores había embajadores, políticos, líderes empresariales y dignatarios religiosos, muchos de los cuales habían descubierto su vocación siendo jóvenes adultos en Taizé hace décadas, y se mantenían conectados con lo realmente importante visitando la comunidad cada año.
Ninguno de los lugares que visité este verano es perfecto. Pero si me pregunto en cuál de esos lugares se hubiera sentido más a gusto Jesús, no me resulta fácil responder. Creo que le gustaría el deleite infantil de Disneyland y el culto desinhibido del festival cristiano. Pero cuando releo los Evangelios, encuentro que Jesús habló a menudo de los peligros de la adicción al dinero, el lujo y las posesiones; un desafío que Disney ignora abiertamente y el festival cristiano ignora discretamente. El desafío de Taizé es tan profundamente anticultural porque reconoce que, sencillamente, no podemos adorar a Dios y a las cosas materiales al mismo tiempo.
Nuestros corazones son demasiado pequeños para tener el espacio suficiente para amar a Dios y a las posesiones.
Las cosas materiales no son malas —Dios las hizo «muy buenas»—, pero la clave radica en qué buscamos en primer lugar: el reino de Dios o nuestras propias comodidades y deseos. Taizé atrae a los jóvenes para pasar horas rezando en silencio, porque en su corazón están los valores del reino de Dios, como lo resumió Jesús en Mateo 5:
«Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
»Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.
»Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.
»Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
»Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos serán tratados con misericordia.
»Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.
»Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
»Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.»
[1] Aunque es fácil averiguar de qué festival cristiano se trata, no lo nombraré porque no quiero llamar la atención sobre ese festival en particular, o esa «corriente» cristiana. Podrían haber sido muchos otros…
[2] De la primera película de Disney que vi, «El libro de la selva».
[3] “Toy Story” – Pixar / Disney
Traducción: María Esther Fernández / Marisa Raich
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