¿Podemos tener una vida plena sin destrozar el planeta?
Basado en una conferencia pronunciada en la Universidad de Hong Kong el 1 de junio de 2017
¿A qué nos referimos cuando decimos “una vida plena”? Tanto la cultura occidental como la oriental tienden a valorar el “éxito” en términos de prosperidad, riqueza, salud, larga vida y seguridad, y cada vez más en el siglo XXI también de libertad y movilidad (autonomía). Pero vivimos con la paradoja de que, en particular con una población global en rápido crecimiento, la persecución de esos objetivos ejerce una creciente presión sobre el entorno natural, y también sobre la estabilidad social y económica. Los tres pilares convencionales del desarrollo sostenible –el económico, el social y el ecológico– están seriamente amenazados. Los sistemas económicos construidos sobre un suministro infinito de combustibles fósiles baratos y una demanda de productos de consumo de usar y tirar chocan con los límites del planeta en el que necesitamos permanecer para una sostenibilidad a largo plazo.
Además, es cada vez más evidente que la riqueza material más allá de cierto nivel crea un estrés psicológico y social que desestabiliza desde las personas hasta sociedades enteras. Es clara la necesidad que tenemos de un desarrollo económico para poner a los más pobres del mundo a un nivel en el que sus necesidades básicas estén garantizadas, pero es preciso poner en cuestión el “crecimiento por el crecimiento”. ¿Para qué es el crecimiento? ¿Se pueden reconstituir las economías de una manera más circular, o incluso restaurativa, en el uso que hacen de los recursos naturales? ¿Puede la economía admitir que el medio ambiente nunca es una externalidad?
Estas preguntas requieren un enfoque distinto del concepto de “vida plena”. El ambientalista Jonathon Porritt ha escrito: «Existen pocas fuentes de autoridad (no hablemos ya de sabiduría) para abordar estos retos que no se deriven de fuentes religiosas o espirituales» [1]. Cuando Dios ofreció al Rey Salomón cualquier regalo que deseara, el rey no eligió dinero, ni posesiones, ni salud, ni seguridad, ni poder… eligió sabiduría. La sabiduría, como manera de entender la realidad, es distinta del conocimiento científico y del análisis racional. Es una forma de entender relacionalmente el mundo. En su definición bíblica, consiste ante todo en “conocer nuestro lugar” en el mundo: conocernos a nosotros mismos en relación con Dios, con otras personas y con la naturaleza.
No se encuentra una vida verdaderamente plena en las posesiones materiales, sino en la calidad de nuestras relaciones. Jesús dijo: «Miren, guárdense de toda codicia, porque la vida de uno no consiste en la abundancia de los bienes que posee». Es preciso que fomentemos los valores y virtudes clave en nuestra búsqueda de una vida verdaderamente plena, y nos aseguremos de que transformen las tres dimensiones clave de nuestras relaciones: con Dios, con los demás y con la naturaleza. También es preciso integrarlos en nuestro sistema educativo y en nuestra formación de corazones y mentes, así como en nuestra vida política y económica. En términos de valores y virtudes basados en la Biblia, este planteamiento puede ser aceptable por todas las culturas y las ideologías. Yo sugiero que debemos fomentar:
La interdependencia: estamos en esto todos juntos, todas las personas hechas a imagen y semejanza de Dios, y las criaturas no humanas en las que estamos llamados a reflejar la imagen creativa y amante de Dios. Nos necesitamos mutuamente y dependemos los unos de los otros. La virtud de maravillarse ayuda a fomentar nuestro sentido de interdependencia, la comprensión de que todas las cosas están conectadas y que la vida es un don precioso.
Las relaciones: una orientación hacia los demás sin buscar satisfacción en nuestra propia realización, sino en ver que los demás –y la naturaleza– prosperan. Ser verdaderamente humano es ser “excéntrico” en el sentido de no centrarnos en nosotros mismos sino en el “otro”, encontrando felicidad en la prosperidad de otras personas y otras criaturas. La virtud de la humildad reconoce que estamos relacionados básicamente con el “humus”, la tierra de la que se crean todas las cosas, y que el liderazgo es siervo del corazón.
El localismo: el arraigo y la pertenencia a los lugares en los que Dios nos planta; la sabiduría valora el conocimiento de nuestro propio lugar porque sólo entonces pertenecemos realmente a algún lugar. Los estudios demuestran que las personas y las empresas se hacen ecológicamente más dañinas cuando están lejos de los lugares a los que afectan sus materias primas, sus productos y sus vidas. De la misma manera que Salomón conocía a los pájaros, animales y plantas de su Reino, nosotros debemos aprender nuestra ecología local y compartir ese conocimiento. La limitación es una virtud ecológica primordial que surge de ver el impacto que nuestros votos, nuestras compras y nuestras vidas tienen sobre nuestros semejantes y sobre las otras criaturas, y busca minimizar nuestro impacto dañino.
El holismo: ver la imagen general; reconocer nuestra huella ambiental y el impacto que ejercemos, y tener en cuenta las necesidades de todo el sistema planetario. El Evangelio cristiano nunca debe reducirse a la salvación individual o a ‘valores espirituales’. Es el plan de Dios para la renovación y la redención de todo el universo en Cristo. Las virtudes cristianas primordiales de fe, esperanza y amor no son sentimientos vagos para los servicios religiosos, sino actitudes prácticas que debemos aplicar en nuestros lugares de trabajo, en nuestros hogares, en nuestras compras y en todas nuestras interacciones con la buena creación de Dios. La fe, la esperanza y el amor de Dios ampliados a sus planes para renovar todas las cosas en Cristo; y también deben serlo los nuestros.
[1] SDC/WWF-UK (2005). El desarrollo sostenible y los grupos confesionales del Reino Unido: ¿dos caras de la misma moneda? Londres, Comisión de Desarrollo Sostenible.
Tradución: Marisa Raich
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