15 febrero 2016 | Leah Kostamo | 0 comentarios

El largo camino de la comunidad

«¿Qué, cómo va la comuna?» pregunta el hombre de pelo castaño liso. Por su sonrisa adivino que cree ser original.

«Va estupendamente», le respondo. «Pero no es una comuna. Es una comunidad».

Él se echa a reír. «A mí no me engañáis. Un montón de gente, huertos orgánicos, espacios comunes, sauna… Sois una comuna».

«¡No somos ninguna comuna!», deseo protestar. Y entonces me pregunto ¿Por qué me pongo a la defensiva? ¿Por qué me molesta que me identifiquen con una comuna?

Estoy segura de que tiene algo que ver con las caricaturas más conocidas de las comunas. Primero, la variedad hippie: turbulentos lugares donde se practica el amor libre, con ideales utópicos y mujeres con pelos en las piernas. O segundo, la variedad fundamentalista: sitios llenos de normas, cabezas cubiertas y expresiones hoscas.

Felizmente Kingfisher Farm («finca del martín pescador»), mi hogar y el de otras 24 personas, no encaja en ninguno de estos estereotipos.

La comunidad de Kingfisher Farm: simplemente, un puñado de gente corriente

La comunidad de Kingfisher Farm: simplemente, un puñado de gente corriente

Éste es el trasfondo. Hace unos cinco años y medio, mi marido y yo reunimos a un grupo de amigos, a algunos de los cuales apenas conocíamos, y les propusimos comprar juntos una granja (una granja que anteriormente había sido el Centro Medioambiental de A Rocha que nosotros ayudamos a fundar). Comprar una granja es una decisión importante, más aún cuando lo haces con personas con quienes no compartes lazos de sangre y, en algunos casos, ni siquiera una larga amistad. Así que mantuvimos reuniones cada quince días durante unos cinco meses antes de tomar decisiones. Juntos exploramos si a) nos caíamos lo suficientemente bien como para vivir juntos; b) compartíamos en un grado suficiente los mismos valores y visión para hacer que aquel lugar fuera algo más que un paradisíaco recreo para nuestros hijos; y c) teníamos suficiente dinero para hacerlo posible.

Una noche de lluvia hablamos sobre nuestros valores sobre el cuidado de la creación. Un hombre del grupo (le llamaremos Ralph) pidió que siguiéramos unos estándares respetuosos con el medioambiente en nuestra pequeña granja, y puso el lavavajillas como ejemplo. Todos teníamos que aceptar utilizar lavavajillas biodegradable y ecológico, sin excepciones. Algunos nos resistimos a la idea. No teníamos nada en contra del lavavajillas biodegradable en sí, pero no queríamos que nadie dictara normas en nuestras cocinas.

Ralph quedó perplejo.

Rick (nombre real) expresó lo que todos los demás intentábamos traducir en palabras. «Lo que el mundo necesita,» dijo Rick en tono reflexivo, «no son personas que puedan vivir juntas en estrecha relación. Lo que el mundo necesita es un grupo de personas que puedan convivir en armonía a pesar de sus diferencias».

Ralph se marchó de la reunión decepcionado. Tan decepcionado, que luego supimos que aquella noche apenas pudo pegar ojo. En la siguiente reunión nos anunció que su familia se retiraba del proyecto. Lo sentían, era una decisión muy difícil, pero necesitaban bases más firmes. Obviamente, la conversación sobre el lavavajillas era sólo la punta del iceberg.

«La paz requiere tiempo», escribió Stanley Hauerwas.

Esta es la razón por la que vivo en comunidad. ¡No puedes huir de un amigo pesado cuando su firma está garabateada al lado de la tuya en la escritura de la hipoteca! El compromiso a largo plazo con mis 24 compañeros de granja ha creado una estabilidad que ha abierto posibilidades de crecer en el amor y el perdón. Naturalmente, cada uno de nosotros ha tratado de convencer al resto de la bondad de sus ideales, pero sin sermones y sin señalar a nadie con el dedo. Por ejemplo, me han animado a resistirme a la corriente dominante en Norteamérica, la del consumismo y el individualismo, porque he visto cómo mis compañeros de granja compraban en tiendas de ropa de segunda mano y trabajaban como voluntarios con refugiados en busca de asilo, y cómo cultivaban hortalizas sin pesticidas ni herbicidas.

Esto no significa que no hayamos tenido nuestras dificultades. Algunos de los componentes del grupo han vivido en espacios muy reducidos: una familia entera vivió durante dos años en un garaje, mientras construíamos el dúplex que sería su hogar. Algunos han soportado largas horas de trabajo en los huertos mientras otros trabajábamos cómodamente en una oficina. Cinco años de convivencia suponen un caleidoscopio de oportunidades para malentendidos y sentimientos heridos.

Pero es precisamente en el reto de vivir en comunidad donde la vida y las enseñanzas de Cristo se me han hecho tangibles.

La comunidad me ha enseñado que la transformación solo se produce mediante la muerte: la muerte de la necesidad de controlar, la muerte de mis preferencias por vivir aislada de la gente que me molesta, la muerte de la autodeterminación sin tener en cuenta la red de relaciones a la que afectan mis decisiones. La comunidad me ha enseñado que la unidad no procede de la uniformidad sino de una vida compartida, formada por sudor y músculos doloridos, comidas compartidas, canciones cantadas y plegarias rezadas.

La comunidad me ha enseñado que las relaciones de la Santísima Trinidad se expresan mejor en las relaciones entre personas que esperan lo mejor de otras y se aman, y extienden la gracia a quienes son distintos de nosotros.

¿Acaso no queremos todos ser amados?

Traducción: Noelia Alguacil / Marisa Raich

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Categorías: Historias
Palabras clave: agricultura Canadá comunidad
Sobre Leah Kostamo

Leah Kostamo es una guardiana de la tierra y cuentacuentos a la que apasiona ayudar a los demás a vivir jovialmente en la tierra desde un lugar de alegría y esperanza. Desde hace doce años Leah y su marido Markku encabezan el trabajo de A Rocha en Canadá. Es autora de Planted: a Story of Creation, Calling and Community (“Plantados: una historia de creación, vocación y comunidad”).

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